Cuando subí
al avión en el asiento número 13E, me llamo la atención el ala derecha del avión,
esta tenía una pronunciada elevación que rompía con la secuencia y estética de
las cientos de alas de aviones que había visto.
En ese
momento quise dar aviso; lo pensé muchas veces; pero me dije a misma, no te
preocupes, crees que un error o avería tan importante pasaría desapercibida por
los pilotos de tierra, no, tranquila, respira, respira.
Fue inútil. Empecé
a sentir como el avión se ponía en movimiento para el despegue. Ya había decido
decir lo que pasaba, estaba segura que algo andaba mal. Mire con desesperación
el pasillo. Busque con prisa a la azafata. No sé cuantos segundos pasaron. No
la encontré. Entonces deduje que si iba al otro extremo, al del izquierdo,
podría ver la configuración de su ala, y darme cuenta si era normal la
desviación del ala derecha. Intente hacerlo; pero fue imposible, estábamos en
pleno despegue.
La señal de
ajustar cinturones estaba encendida. El botón de llamado desactivado, las luces
palpitaban. El avión empezó a remecerse. Las azafatas
estaban en sus cabinas, también con los cinturones puestos, todos los tenían
abrochados, excepto yo.
El sudor era una epidemia al igual que el silencio. Nos preparábamos para el impacto, el cuerpo, sobre todo el pecho, sentía esa presión propia de la velocidad. A pocos segundos de ser polvo, o más exactamente cenizas, pensé en lo mucho que la amaba.
Cerré mis ojos y me dispuse a sentir placenteramente el impacto. Un segundo después, me había despertado, un movimiento extraño del avión me arrancó del sueño. No me dejo sentir las ondas del miedo.
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